Los faros quizá surgieron para calmar la desesperación de quienes esperaban el retorno de los barcos perdidos en la oscuridad de la noche.
Al principio, no eran más que grandes hogueras encendidas sobre los acantilados y confiadas a un vigilante que había obtenido cierto prestigio en este ritual, pero cuando las ciudades crecieron junto a las costas y se construyeron los primeros puertos, los faros se convirtieron en inmensas torres.
El origen de los faros no es muy difícil de imaginar. Su nombre proviene de una torre recubierta de mármol de unos 160 metros de altura, que se erigió en la isla de Pharos, situada al oeste de la desembocadura del Nilo y frente a la ciudad de Alejandría.
El Faro de Alejandría fue el faro más famoso del Mediterráneo, y fue considerado una de las siete maravillas del mundo.
El encargado de su construcción, en el año 285 a.C., fue el arquitecto e ingeniero Sóstrato de Cnido. Según la leyenda, Sóstrato buscó durante mucho tiempo, para los cimientos, un material que resistiese el agua del mar, y finalmente construyó el faro sobre gigantescos bloques de vidrio.
La torre tenía una base cuadrada y se dividía en cuerpos cada vez más pequeños; en lo alto se situó una pequeña mezquita, a la que se accedía por una rampa en espiral. El fuego, alimentado con leña y resina, se encendía en la azotea de la mezquita, en la parte más alta; junto al brasero se colocaba una especie de espejo con forma de lente, que se ponía delante de la llama para proyectar la luz a mayor distancia.
Gracias a un sistema de iluminación ideado por Arquímedes, dicha luz se podía ver desde una distancia de unas 25 millas en noches de buena visibilidad.
El faro quedó totalmente destruido en el año 1349, después de sufrir un progresivo deterioro ocasionado por el paso del tiempo y algunos terremotos, que han ocultado para siempre sus ruinas.
No hay duda de que el faro de Alejandría fue el más famoso de todos sus tiempos, por ello fue el que dio nombre a este tipo de torre con luz que se ha ido perfeccionando a lo largo de los siglos hasta llegar a nuestros días.
En cuanto a la figura del farero, la imagen que ha quedado en nuestra retina, gracias al Romanticismo, no es otra que la del farero luchando contra la tormenta, con su impermeable.
Los avances tecnológicos han hecho innecesaria la presencia permanente de estos (que antaño tenían su residencia en la misma edificación) aunque la mayoría de los faros conservan aún las sirenas de alarma que despertaban al farero cuando sucedía una emergencia.
De todos modos, cuando la electrónica falla y se produce el apagado de un faro, la presencia humana vuelve a ser tan necesaria como en otros tiempos para girar las lámparas manualmente y cronometrar la frecuencia de los destellos con un simple reloj de muñeca.
El faro es y ha sido punto de referencia y guía de navegantes, además ha servido como tema y argumento de películas y novelas.
Su ubicación en puntas o salientes del litoral, en islas o bancos de arena, realzan su esbeltez y presencia, prestándose a evocar historias fantásticas y románticas de marinos y damas, de naufragios en noches tormentosas y de niebla.
En definitiva, los faros han sido la luz de las noches de la historia de la humanidad, veladores del bienestar de nuestros marinos, sufriendo las inclemencias del tiempo que han provocado en muchas ocasiones verdaderas catástrofes humanas.
Y según dice la leyenda, estos náufragos se encargan de gritar con voz de sirena, alejando a los barcos de la costa durante las noches de niebla…
Los faros que ilustran el texto pertenecen todos ellos a la Bretaña Francesa (Ar-Men, La Jument, St. Mathieu, La Vieille).
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